El antifeminismo es la oposición a algunas o todas las formas de feminismo. A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, los antifeministas se opusieron a determinadas propuestas políticas sobre los derechos de la mujer, como el derecho al voto, las oportunidades educativas, los derechos de propiedad y el acceso a los métodos anticonceptivos.[1][2] A mediados y finales del siglo XX, los antifeministas se opusieron a menudo al derecho al aborto y, en el caso de Estados Unidos, a la Enmienda de Igualdad de Derechos de dicho país. A principios del siglo XXI, el antifeminismo ha sido a veces un elemento de actos violentos de la extrema derecha.[3]
En Estados Unidos, algunos antifeministas ven su ideología como una respuesta a la de un feminismo que consideran tiene sus raíces en la hostilidad hacia los hombres. Consideran que el feminismo es responsable de varios problemas sociales, como el menor índice de acceso a la universidad de los hombres jóvenes, las diferencias de género en los suicidios y la percepción de un declive de la virilidad en la cultura de dicho país.[4][5][6]
La Real Academia Española (RAE) define el antifeminismo como «tendencia contraria al feminismo».[7] Por su parte, el Oxford English Dictionary define un antifeminista como «una persona en oposición al feminismo».[8]
El sociólogo Michael Flood argumenta que el antifeminismo niega al menos uno de los tres principios generales del feminismo: que los acuerdos sociales entre los hombres y las mujeres no son ni naturales ni divinamente determinados, que los acuerdos sociales entre hombres y mujeres están a favor de los hombres, y que acciones colectivas pueden y deben ser llevadas a transformar estos acuerdos en otros más equitativos.[9]
Michael Kimmel, especialista feminista en estudios del hombre, define el antifeminismo como «la oposición a la igualdad de las mujeres». Kimmel asegura que la argumentación antifeminista se basa en «normas religiosas y culturales» mientras que los defensores del antifeminismo promueven su causa como un medio para «salvar a la masculinidad de la contaminación y la invasión». Kimmel sostiene que los antifeministas consideran la «división tradicional del trabajo por género como natural e inevitable, quizás también sancionada por Dios».[10]
Los sociólogos canadienses, Melissa Blais y Francis Dupuis-Déri, escriben que el pensamiento antifeminista ha tomado principalmente la forma de una versión extrema de masculinismo, también señalan que «poca investigación se ha hecho sobre antifeminismo sea desde la perspectiva de la sociología de los movimientos sociales o incluso de estudios de la mujer», lo que indica que la comprensión de lo que toda la gama de la ideología antifeminista consiste es incompleta.[cita requerida]
«Antifeminista» también se utiliza para describir a las autoras, algunas de las cuales se definen como feministas,[cita requerida] sobre la base de su oposición a algunos o todos los elementos de los movimientos feministas. Se etiquetan a autoras feministas como Camille Paglia, Christina Hoff Sommers, Jean Bethke Elshtain, Katie Roiphe y Elizabeth Fox-Genovese con este término debido a sus posiciones con respecto a la opresión y líneas de pensamiento dentro del feminismo.[cita requerida] Daphne Patai y Noreta Koertge argumentan que mediante el etiquetado de estas mujeres como antifeministas, la intención es silenciar e impedir cualquier debate sobre el estado del feminismo.[cita requerida]
El significado de antifeminismo ha variado a través del tiempo y de las culturas y la ideología antifeminista atrae tanto a hombres como mujeres. Algunas mujeres, por ejemplo, de la Women's National Anti-Suffrage League, hicieron campaña contra el sufragio femenino. Emma Goldman, por ejemplo, fue ampliamente considerada como antifeminista durante su lucha contra el sufragismo en Estados Unidos.[cita requerida] Décadas más tarde, sin embargo, se la anuncia como una de las fundadoras del anarcofeminismo.
El antifeminismo se inició en el siglo XIX con la oposición al sufragio femenino. En Sex in Education: or, a Fair Chance for the Girls (1873), el profesor de la universidad de Harvard Edward H. Clarke manifestó su oposición al acceso de las mujeres a las universidades, afirmando que la educación era una carga demasiado física en las mujeres. Aseguró que si las mujeres fueran a la universidad, sus cerebros se harían mayores y más pesados y su vientre se atrofiaría, argumentando que las mujeres con educación universitaria tienen menos hijos que las mujeres sin educación universitaria.[11] Otros antifeministas de la época se opusieron a la incorporación de las mujeres a ciertos trabajos, a su derecho a afiliarse a un sindicato, a formar parte de los jurados, a ocupar cargos políticos y a decidir sobre la reproducción o su sexualidad.[12]
A finales del siglo XIX y principios del XX, el discurso antifeminista encontró respaldo en las nuevas teorías organicistas y del darwinismo social, que enfatizaban los principios de desigualdad y jerarquía entre los sexos así como de la inferioridad mental de la mujer (según las tesis de Paul Julius Möbius). Estas ideas, junto con la influencia del derechista Charles Maurras en Francia o de determinados postulados nietzscheanos, sentaron las bases del antifeminismo adoptado por el fascismo. Los regímenes fascistas, basándose en esta presunta inferioridad de la mujer respecto al hombre, propugnaron el retorno de aquella a las labores domésticas y la maternidad. En la Italia fascista, el papel de la mujer estaba limitado al ámbito familiar —como esposa y madre—, garantizando así la unidad de la familia y, por extensión, de la nación. El mismo rol desempeñó en la Francia de Vichy, donde el mariscal Pétain privó a las mujeres de derechos y libertades. La propaganda nazi también enfatizó la vuelta a la familia patriarcal tradicional: la mujer debía dedicarse a las tres "k" (kinder, kirche, küche, es decir: hijos, iglesia, cocina), y se hizo del cuerpo femenino una cuestión política dado que solo las mujeres sanas y fuertes serían capaces de mejorar la raza aria.[13] El nazismo llevaría al extremo la división de sexos, destruyendo así los avances en igualitarismo alcanzados por la República de Weimar, y ello por dos razones: para reducir la competencia en el mercado laboral debido a la crisis económica y, sobre todo, porque la desigualdad entre razas —núcleo ideológico del nazismo— desembocó a su vez en una desigualdad entre los sexos; en palabras del historiador Richard Grunberger: «El antifeminismo era una variante no mortal del antisemitismo».[14]
En respuesta a los intentos de emancipación femenina de principios del siglo XX, durante el primer tercio del siglo se produce una reacción antifeminista (especialmente en el período de entreguerras) en países como Alemania, Bélgica, Francia, Inglaterra y Estados Unidos, así como en España. Tras la proclamación de la Segunda República española y la equiparación jurídica decretada entre hombres y mujeres, sectores ultraconservadores y ultracatólicos —defensores de una sociedad jerarquizada y patriarcal— emprendieron una reacción contra tales ideas emancipadoras. Desde las derechas antiliberales y antiparlamentarias se llamó a la acción a las mujeres «católicas, patrióticas y antirrepublicanas», apelando a las virtudes consideradas propias del sexo femenino (obediencia, discreción, delicadeza, decencia, orden y devoción), para construir una «nueva España» y redefinir así el papel de la mujer.
Con la derrota republicana en la Guerra Civil y el establecimiento de la dictadura franquista, se destruyen los avances feministas alcanzados. El ideario nacionalcatólico impuesto exaltaba nuevamente la maternidad femenina (la mujer como madre y esposa cristiana, con dependencia absoluta de esta última respecto al marido) y la primacía del varón, y se proscribieron el matrimonio civil, la anticoncepción y el divorcio. Asimismo, se llevó a cabo una labor represiva sobre aquellas mujeres que no habían aceptado el discurso antifeminista de la Iglesia y los sectores reaccionarios, a las que se consideró como delincuentes, desviadas y disidentes a causa de una hipotética degeneración psicológica y anímica (en consonancia con las teorías pseudocientíficas de Antonio Vallejo-Nájera). Por tanto, sufrirían una justicia ejemplar por parte del régimen, inculpadas por tribunales militares —e internadas en cárceles de mujeres— y objeto de regeneración patriótica —tanto ellas como sus hijos, quienes eran arrancados de sus madres a los tres años de edad por considerarlas incapacitadas para desempeñar su educación—, escarnio público, marginación social o incluso exterminio físico.[15]
El antifeminismo argumenta que el feminismo es el promotor de cambios en las costumbres sexuales, que colisionan con las normas religiosas, especialmente las más conservadoras. Por ejemplo, el auge del sexo casual y el declive del matrimonio se mencionan como las consecuencias negativas.[16][17] Paul Gottfried sostiene que el cambio de los roles de las mujeres ha sido un desastre social que sigue haciendo estragos en la familia y ha contribuido a un declive de la sociedad cristiana occidental por arrastrar cada vez más personas hacia el caos social.[18]
Al haberse alcanzado bastantes logros en materia de igualdad de derechos y oportunidades para hombres y mujeres, la oposición antifeminista actual argumenta que el feminismo ha logrado sus objetivos y ahora busca alcanzar un mayor reconocimiento para las mujeres, y no tiene en cuenta las injusticias cometidas contra los hombres.[19]
Numerosas intelectuales que se identifican como feministas, también catalogadas como parte del feminismo disidente, han manifestado sus críticas a postulados propios del feminismo contemporáneo como, por ejemplo, Camille Paglia, Christina Hoff Sommers, Jean Bethke Elshtain, Elizabeth Fox-Genovese, Lisa Lucile Owens, Peggy Sastre y Daphne Patai. Algunos argumentos habituales son la hostilidad hacia los hombres o misandría y la priorización desproporcionada de los intereses de las mujeres sobre los de los hombres. Daphne Patai y Noretta Koertge sostienen que el término "antifeminista" se usa para censurar críticas y evitar el debate académico sobre el feminismo [20]. Camille Paglia y Christina Hoff Sommers critican el feminismo radical por ignorar diferencias biológicas entre géneros y promover perspectivas desequilibradas respecto a los hombres [21][22]. Lisa Lucile Owens cuestiona ciertos derechos exclusivos para mujeres, describiéndolos como patriarcales al eximirlas de ejercer plena agencia moral [23]. Peggy Sastre critica el enfoque del feminismo contemporáneo hacia temas como el consentimiento sexual y el papel de las mujeres en la sociedad moderna [24].
Agustín Laje, politólogo y máster en filosofía, es uno de los principales críticos del feminismo contemporáneo en Argentina y de lo que denomina como "ideología de género". En sus obras "La batalla cultural" y "Generación idiota", Laje argumenta que el feminismo actual ha evolucionado desde un movimiento que promovía la igualdad a una corriente ideológica radical y totalitaria que fomenta el antagonismo entre hombres y mujeres [25]. Según Laje, este feminismo se fundamenta en la dialéctica marxista, donde el hombre es conceptualizado como el "opresor" y la mujer como la "oprimida", trasladando la lucha de clases al ámbito de los géneros y configurando una "guerra de sexos" . Esta perspectiva, afirma, ignora la complejidad y diversidad de las relaciones humanas y convierte al feminismo en una herramienta de confrontación política y cultural, promoviendo la división y el conflicto en lugar de promover soluciones inclusivas y equilibradas basadas en la cooperación. Y sostiene que esto sería perjudicial para la cohesión social y la paz [26].
Para ilustrar sus críticas, Laje suele referirse a ejemplos de declaraciones feministas radicales, como el caso de Emily McCombs, editora adjunta del medio progresista HuffPost y ensayista en temas de género y salud mental, quien expresó diversas consignas misándricas en sus redes sociales y sugirió que su objetivo de año nuevo era "organizarse para matar a todos los hombres" [27].
Laje también critica cómo el feminismo radical y la ideología de género se han convertido, según él, en herramientas de una nueva izquierda culturalista. Este movimiento se aleja del marxismo clásico basado en la lucha de clases y se enfoca en los derechos de minorías, transformando universidades, medios de comunicación y espacios educativos en plataformas para avanzar sus objetivos de manera subrepticia [26][28].
En síntesis, Agustín Laje argumenta que estas ideologías contemporáneas desestabilizan valores sociales fundamentales y se utilizan estratégicamente para imponer una visión cultural particular, en lugar de promove una verdadera igualdad o la justicia social.
Christina Hoff Sommers, filósofa y escritora estadounidense especializada en ética, se ha destacado por sus críticas al feminismo contemporáneo, particularmente a lo que denomina como "feminismo de género". Sommers lo describe como una corriente centrada en un enfoque ideológico sobre la opresión sistémica de las mujeres en lugar de basarse en la evidencia y hechos verificables. Su obra postula una exageración de la opresión femenina en occidente y un enfoque excesivamente victimizante del feminismo contemporáneo que, a su juicio, perjudicaría tanto a mujeres como hombres.[29][30]
Sommers contrapone el feminismo de equidad basado en la tradición liberal, que persigue la igualdad ante la ley sin dividir a hombres y mujeres en bandos opuestos, con el feminismo de género que constituye una variante radical centrada en la narrativa de una opresión estructural omnipresente a manos del patriarcado. Este último promovería una hostilidad irracional hacia los hombres y aspiraría a una revolución social. Sommers sostiene que el feminismo de género se sustenta un enfoque conspiracionista que invalida a sus detractores al etiquetarlos como parte de un sistema opresivo. [21]
Por otra parte, acusa a los feministas de género por la difusión de información inexacta, sensacionalista y exagerada sobre la opresión de las mujeres en los países occidentales desarrollados. Para Sommers, esta perspectiva de victimización, especialmente arraigada en los espacios académicos y en el activismo estudiantil más radicalizado, no corresponde con la realidad de occidente y, además, resulta contraproducente al generar resentimiento y polarización entre géneros.[30]
Sommers critica la tendencia del feminismo contemporáneo a presentar a los hombres como opresores sistemáticos a través de la generalización, basándose en una visión estereotipada que degrada las relaciones entre hombres y mujeres. Asimismo, cuestiona su repercusión en las políticas de estado, argumentando cómo el sistema educativo actual favorecería a las niñas en detrimento de los niños, generando un declive en su rendimiento académico y en la participación en la educación superior de acuerdo a las estadísticas. [21][31]
Para Sommers, las políticas feministas contemporáneas han generado un impacto negativo en la población masculina al negar las problemáticas que enfrentan los hombres. Esta negligencia habría conducido a una crisis de masculinidad y a un severo agravamiento de problemas como la depresión y el suicidio en hombres jóvenes, de acuerdo a los datos estadísticos que recopila en su obra "La guerra contra los chicos". [21][31]
Las consecuencias del feminismo de género, para Sommers, suponen una polarización en el debate, dificultando el diálogo y la búsqueda de soluciones consensuadas, alienando a potenciales aliados del feminismo a raíz de su agresividad. [29]
Jordan Peterson, doctor en psicología e intelectual canadiense, es un crítico vocal del feminismo de la tercera ola. Peterson define al pensamiento feminista contemporáneo como "ideología de género" y denuncia sus consecuencias negativas para la sociedad.[32]
Una de las principales críticas de Peterson radica en la demonización de la masculinidad tradicional, que el feminismo conceptualiza como "masculinidad tóxica". Desde su mirada, esta crítica generalizada conduce a una alienación de los hombres, particularmente de los jóvenes, y contribuye a problemas sociales como la falta de propósito, un aumento de los trastornos mentales y la desconexión con la sociedad. Peterson considera que existen cualidades tradicionales asociadas con la masculinidad, como la fuerza y la competencia, que resultan valiosas y deberían ser celebradas en lugar de reprimidas. [33][34][35]
En otro orden, Peterson rechaza la narrativa feminista que se basa en la tesis del patriarcado opresor para explicar la estructura social. Argumenta que se trata de una perspectiva reduccionista que ignora el sufrimiento y las responsabilidades asumidas por los hombres a lo largo de la historia. En cambio, sostiene que la historia humana es mucho más compleja y que tanto hombres como mujeres han cooperado para superar desafíos evolutivos y permitir la supervivencia de la especie humana. Para Peterson, esta narrativa contribuye a una polarización entre géneros en lugar de promover la colaboración. [34][35]
Peterson cuestiona los argumentos feministas que explican las desigualdades de género en los ámbitos laboral y económico. Sostiene que las elecciones de carrera no pueden atribuirse exclusivamente a la discriminación, sino que reflejarían diferencias biológicas inherentes entre hombres y mujeres. En esta línea, argumenta que las mujeres tienden a puntuar más alto en rasgos como la "afabilidad" y la "neuroticismo" en los modelos de personalidad, lo que puede influir en sus preferencias laborales y su disposición a negociar salarios más altos. Asimismo, enfatiza en las diferencias de elección de carrera, sugiriendo que los datos demostrarían que las mujeres tienden a inclinarse hacia carreras relacionadas con el cuidado, mientras que los hombres tienden a preferir carreras más técnicas, que cuentan con una mayor remuneración. Estas tendencias, afirma, serían observadas incluso en países con altos niveles de igualdad de género, como los países nórdicos. Peterson critica al feminismo radical por negar estas diferencias y buscar imponer una igualdad de resultados artificial. Él afirma que si bien la igualdad de oportunidades es deseable, la igualdad de resultados no sólo es impracticable, sino potencialmente perjudicial. Esta búsqueda de equilibrio puede conducir a la coerción social y a políticas que limiten la libertad individual en favor de metas colectivistas. [33][34][36]
Félix Ovejero, filósofo y ensayista catalán, ha expresado en diversas ocasiones sus críticas al feminismo contemporáneo. Sus argumentos se centran principalmente en lo que él percibe como una deriva ideológica y una serie de contradicciones internas en el movimiento.
Este autor denuncia una desviación de los objetivos del feminismo clásico, que perseguía la igualdad de derechos, hacia la fragmentación de la sociedad en colectivos identitarios, que enfatiza las diferencias en lugar de promover su eliminación. Para Ovejero, esta perspectiva dificultaría la construcción de una verdadera igualdad social, ya que pone más énfasis en símbolos y narrativas que en soluciones concretas.[37]
Por otra parte, Ovejero señala que gran parte del feminismo contemporáneo se centraría en batallas simbólicas y gramaticales que distraerían de objetivos más prácticos, como el acceso real al poder y la mejora de las condiciones de vida de las mujeres. Argumenta que el feminismo hegemónico a menudo adopta posturas sectarias y dogmáticas, alejadas de un debate racional y fundamentado en evidencia. En este sentido, realiza una profunda crítica del aparato conceptual del feminismo. Sostiene que el feminismo contemporáneo desarrolla un léxico autorreferencial (incluyendo sintagmas como "microagresiones", "mansplaining", "bropropriating", "manterruption" etc.), que genera confusión en los interlocutores, con el propósito de socavar los territorios comunes en el escenario de una batalla política. Este despliegue léxico superpondría, sin distinción, varios registros: «el normativo y el positivo, el cómo son las cosas y el cómo nos parecen, bien o mal, con la biología como sospechosa habitual; el académico-técnico y el común, el uso preciso y explícito y las palabras comunes de la tribu, como se ha visto con las decisiones judiciales; los actos locutivos y los ilocutivos, cuando los adjetivos, abandonada su función clarificadora, se usan para acallar discrepancias (censura) o desatar emociones». [38] [37]
Ovejero sostiene que el feminismo actual recurre a la descalificación del interlocutor, acusando de machista o heteropatriarcal a cualquier persona o idea que no adhiera a sus postulados. Desde su mirada, esta estrategia promueve un clima de polarización y obstaculiza el diálogo constructivo. [39]