El eterno femenino es un arquetipo psicológico y un principio filosófico que idealiza un concepto inmutable de mujer. Se ha usado regularmente en la literatura, con énfasis en la lírica y el género dramático.[1]
Es uno de los componentes del esencialismo de género, la creencia de que hombres y mujeres tienen diferentes esencias internas que no pueden ser alteradas por el tiempo ni el entorno.[2]
El concepto fue particularmente vívido en el siglo XIX, cuando las mujeres eran descritas como ángeles, responsables de encaminar a los hombres por un camino moral y espiritual.[3] Entre las virtudes existentes, las que tenían una predominante esencia femenina eran la modestia, la gracia, la pureza, la delicadeza, el civismo, la complicidad, el retraimiento, la castidad, la afabilidad y la amabilidad.[4]
El concepto del eterno femenino (en alemán: das Ewig-Weibliche) fue particularmente importante para Goethe, quien lo introduce al final de su obra Fausto, en la segunda parte.[5] Para Goethe, la "mujer" simboliza la pura contemplación, en contraste con la acción como algo masculino.[6] El principio femenino lo articula más adelante Nietzsche en un continuo de vida y muerte, basado en gran parte en sus lecturas de literatura griega antigua, puesto que en la cultura griega, tanto el nacimiento como el cuidado de los muertos estaba gestionado por mujeres.[7] Lo doméstico y el poder de redimir y servir como guardián de la moral, eran también componentes del eterno femenino.[7] Las virtudes de la mujer eran inherentemente privadas, mientras que aquellas propias de los hombres eran públicas.[8]
Simone de Beauvoir veía el eterno femenino como un mito patriarcal que construye a la mujer como algo pasivo, erótico y excluido del rol de sujeto que experimenta y actúa.[9][10]