La Segunda Revolución Industrial se refiere a los cambios interrelacionados que se produjeron aproximadamente entre 1870 hasta 1914, cuando se inició la Primera Guerra Mundial. Durante este tiempo los cambios sufrieron una fuerte aceleración. El proceso de industrialización cambió su naturaleza y el crecimiento económico varió de modelo. Los cambios técnicos siguieron ocupando una posición central, junto a las innovaciones técnicas concentradas, esencialmente, en nuevas fuentes de energía como el gas y la electricidad, nuevos materiales como el acero y el petróleo; nuevos sistemas de transporte (avión, automóvil, nuevas máquinas a vapor) y comunicación (radio, teléfono) indujeron transformaciones en cadena que afectaron al factor trabajo, al sistema educativo y científico, al tamaño de la gestión de las empresas, a la forma de organización del trabajo, al consumo, hasta desembocar también en la política.[1]
Este proceso se produjo en el marco de la denominada primera globalización, que supuso una progresiva internacionalización de la economía, que funcionaba de forma creciente a escala mundial por la revolución de los transportes. Ello condujo a su extensión a más territorios que la primera revolución, limitada a Gran Bretaña, y que llegó a alcanzar a casi toda Europa occidental, la América anglosajona y el Imperio del Japón.[2]
Entre los cambios sucedidos en los países que vivieron la industrialización durante este periodo destacan las innovaciones tecnológicas, los cambios organizativos en las empresas, los mercados y el nacimiento de lo que podría considerarse como la primera globalización.[3]
El título de Segunda Revolución Industrial hacía referencia originariamente a la segunda revolución técnica experimentada en el proceso de industrialización, aunque hoy ha ampliado este significado para designar el conjunto de transformaciones que caracterizan a esta nueva fase del proceso.
No existía una única definición para el término «Revolución Industrial» y pueden atribuirse varios significados al término según el enfoque y el contexto en el que se exprese. Según David Landes, existen por lo menos tres acepciones o modos de uso del término: a) el que hace referencia al conjunto de innovaciones tecnológicas que sustituyen la habilidad humana por maquinaria y la fuerza animal por energía, y que provocan el paso de la producción artesanal a la fabril; b) aquel que se utiliza para remarcar un cambio tecnológico rápido e importante en algún periodo histórico determinado o como secuencias de innovaciones determinadas; y c) hace referencia específica al periodo del siglo XVIII en el cual se da un cambio económico y social al pasar de una producción agraria y artesanal a otra mecanizada o industrial iniciada en Inglaterra y expandida desigualmente a Europa continental.[4]
El proceso de cambio técnico durante la Segunda Revolución Industrial constituyó uno de los más trascendentales cambios desde el punto de vista histórico, cuando las innovaciones tecnológicas adquirieron el carácter de modernidad, que sentó las bases tecnológicas del siglo XX y se distanció de las bases de la primera revolución.
La ciencia y la tecnología en este periodo se caracterizó por la mayor complejidad de las máquinas y los equipos y por una relación más estrecha entre ambas que requirió una mayor cualificación para su implantación, lo que dificultó su difusión. El núcleo del cambio técnico se diversificó hacia más sectores y se amplió geográficamente hacia toda Europa y los Estados Unidos. Algunos de esos inventos aparecieron en las décadas de 1850 y 1860, pero las innovaciones más radicales surgieron en el periodo entre 1870 y 1913, en Estados Unidos y Alemania principalmente, en los que se concentró la mayor parte de las invenciones que se desarrollaron posteriormente a lo largo del siglo XX. Todos estos descubrimientos acabaron por conformar un nuevo sistema tecnológico.
El resultado de este nuevo sistema fue la ampliación de los recursos naturales dispuestos, el desarrollo de otras innovaciones tecnológicas complementarias, el ahorro de trabajo que generó un incremento enorme de la productividad, mayores beneficios, salarios más altos, precios de consumo más bajos y una gama de nuevos productos. El nuevo sistema tecnológico, en definitiva, puede considerarse el motor del crecimiento de finales del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX.
Se distinguen tres fuentes fundamentales de avance tecnológico en este periodo:[1]
El hierro seguía siendo el metal más utilizado y sobre él se aplicaron importantes innovaciones. Thomas en 1878 inventó un sistema para explotar el hierro rico en fósforo; hasta entonces no se habían tenido en consideración estos yacimientos por el carácter quebradizo del metal. El procedimiento Siemens-Martin abarató la obtención de este producto.
Durante la Primera Revolución Industrial el hierro se aplicó casi exclusivamente al ferrocarril. Ahora encontró nuevas aplicaciones como la construcción y el armamento. En el terreno constructivo se levantaron puentes de hierro, estaciones de trenes, mercados, monumentos como la Torre Eiffel en 1889 y fue la base para la construcción de los primeros rascacielos en Chicago al hacer estos edificios con una estructura de hierro.
El acero (aleación de hierro con una pequeña cantidad de carbono) era un metal muy caro de producir y su utilización se limitaba a escasos productos: cuchillería, aparatos de precisión... El panorama cambió al aparecer nuevos procedimientos como el convertidor de Bessemer en 1856, que permitió incrementar la producción de acero a un precio razonable. En el campo armamentístico se utilizó más el acero que el hierro; las nuevas aplicaciones pasan por la construcción de acorazados y submarinos totalmente revestidos de acero.
Durante este periodo, el coste de los transportes experimentó un gran descenso que permitió la integración de los mercados hasta entonces muy desconectados. Esto se puso de manifiesto, por ejemplo, en el precio del trigo y del maíz en Inglaterra y en Estados Unidos: mientras que en 1860 el precio del trigo en Liverpool casi doblaba el del mercado de Chicago, hacia 1915 los precios eran casi iguales. Este abaratamiento impulsó el comercio internacional, la integración de los mercados nacionales e internacionales, la unión de zonas productoras y consumidoras de todo tipo de recursos y las migraciones generalizadas de personas.
El cambio en el ferrocarril fue espectacular y siguió siendo el medio de comunicación terrestre más utilizado. Así, mientras que en 1840 el desarrollo ferroviario era todavía escaso y en Europa solo nueve países habían construido alguna línea ferroviaria, con una red en todo el continente de menos de 4000 kilómetros y solo cuatro países (Gran Bretaña, Alemania, Francia y Bélgica) habían superado los 300 kilómetros, en Estados Unidos en esa misma fecha se habían construido 4510 kilómetros. Treinta años después, en 1870, se había consolidado este medio y se superaban en Europa los 100 000 km de extensión y en Estados Unidos los 70 000.
España fue el décimo país del mundo, en 1848, en inaugurar una línea ferroviaria, la de Barcelona a Mataró, aunque en 1837 ya había entrado en funcionamiento el ferrocarril entre La Habana y Güines en la Cuba española; a estos les siguió en 1851 la línea entre Madrid y Aranjuez. Se siguieron construyendo vías ferroviarias desde los lugares en los que se había originado (Europa Occidental y noreste de los EE. UU.) hacia lugares más lejanos y se crearon así las grandes redes transcontinentales de América del Norte (hacia 1870) y Eurasia, como por ejemplo el Transiberiano y el Expreso de Oriente hacia 1900.
El desarrollo del transporte naval fue también muy notable. Por un lado los clípers, que llegaban desde Inglaterra hasta el Pacífico y Australia, supusieron el canto del cisne de la navegación a vela. Pero lo más importante fue la aplicación sistemática a los barcos de calderas a vapor de triple y cuádruple expansión mucho más eficientes, la introducción del casco de hierro en 1860 y posteriormente de acero en 1879 y la aplicación de la turbina a vapor en 1894. Estas innovaciones disminuyeron los costes de mantenimiento y de funcionamiento de las naves y aumentaron el espacio reservado para las mercancías y los pasajeros. Hacia 1880 también se disminuyeron las tripulaciones y los costes con la desaparición del velamen auxiliar del que disponían todavía los barcos a vapor. Todos estos cambios permitieron reducir los fletes del transporte atlántico en un 45%.[5]
Durante el siglo XVIII, la población europea experimentó un espectacular crecimiento generado por múltiples factores. En primer término, las transformaciones en la producción agrícola: con la incorporación y la aplicación de nuevas tecnologías y técnicas que permitieron obtener un mayor rendimiento de los terrenos de cultivo, la introducción de cultivos provenientes del continente americano (patata, maíz) y la explotación de terrenos cultivables en los continentes colonizados, contribuyeron al aumento de la población al incrementarse la capacidad de producir alimentos. Así mismo, los avances en la medicina produjeron una reducción considerable de las tasas de mortalidad y un aumento sostenido en las tasas de natalidad. De esta manera, entre los siglos XVIII y XIX la población europea experimentó un crecimiento espectacular: pasó de 208 a 430 millones (207 %) en el periodo citado.[6]
Los cambios demográficos, la rápida urbanización de la población y un excedente de la población activa, como consecuencia de la capacidad productiva de la agricultura impulsados por la Revolución Industrial, motivaron movimientos migratorios de la población europea de gran magnitud hacia países en proceso de industrialización. Además de los anteriores, otro factor que contribuyó a impulsar las corrientes migratorias fue la revolución en el transporte, con la aplicación del vapor en el transporte terrestre y la navegación, a través de los transatlánticos impulsados por turbinas de vapor, que facilitaron el transporte de pasajeros y mercancías, al reducirse de forma considerable el coste y tiempo empleados en los desplazamientos entre Europa y América. Se calcula que entre 1850 y 1940 se desplazaron cerca de 55 millones de europeos y la mayoría de ellos se asentaron en los Estados Unidos, país que se convirtió en el principal polo de atracción de emigrantes europeos provenientes de las islas británicas, Italia y Alemania, entre otros, aunque los movimientos migratorios también se dirigieron hacia países como Argentina, Venezuela, Brasil y Canadá.[7]
El desarrollo del capitalismo monopolista en la segunda mitad del siglo XIX se produjo en el marco de un nuevo ciclo de expansión general y fue acompañado de un nuevo crecimiento de las fuerzas productivas de varios países. De este modo, el capital se centralizó y la producción se concentró al formarse el monopolio con el acuerdo y la unión de capitalistas. Así, los monopolios lograron determinar las condiciones de venta de gran parte de los productos, fijar los precios y obtener por ende mayores ganancias. Sin embargo, los monopolios, si bien tendieron a lograr un mayor o mejor control de los mercados, no eliminaron por completo la lucha por la competencia, la cual ocurrió tanto entre las mismas corporaciones monopolistas como entre las empresas que se mantuvieron al margen de los carteles y de los trusts. Por el contrario, la hicieron más violenta tanto a nivel de los mercados internos como de los internacionales. En este escenario, los bancos tuvieron un nuevo papel decisivo para la transformación del capitalismo en un fenómeno que caracterizó a la segunda mitad del siglo XIX y a la primera del siglo XX: el imperialismo (es decir, los intentos de establecer o mantener una soberanía formal de una potencia determinada sobre otras sociedades subordinadas a esta).
Durante este período, el imperio alemán rivalizó o sustituyó al de Gran Bretaña y de Irlanda como la nación industrial primaria en Europa. Esto ocurrió como resultado de varios factores. Alemania, habiéndose industrializado después de Gran Bretaña, pudo modelar sus fábricas como las de Gran Bretaña y ahorrar así una cantidad substancial de capital, esfuerzo y tiempo. Mientras que Alemania hizo uso de los últimos conceptos tecnológicos, los británicos continuaron utilizando tecnología costosa y anticuada. En el desarrollo de la ciencia y la investigación pura, los alemanes invirtieron más pesadamente que los británicos, especialmente en la industria química. El sistema alemán del cartel (conocido como Konzerne), que era perceptiblemente concentrado, podía hacer un uso más eficiente del capital fluido. Algunos creen que los pagos de reparación exigidos de Francia después de su derrota en la Guerra Franco-Prusiana de 1870 y 1871 habría proporcionado el capital necesario para permitir inversiones públicas masivas en infraestructura como ferrocarriles. Esto proporcionó un mercado grande para los productos de acero innovadores y facilitó el transporte. La anexión de las provincias de Alsacia y Lorena provocó que una parte de la que había sido la base industrial francesa pasase a Alemania. En Estados Unidos la Segunda Revolución Industrial se asocia comúnmente a la electrificación según lo iniciado por Nikola Tesla, Thomas Alva Edison y George Westinghouse y por la gerencia científica según lo aplicado por Frederick Winslow Taylor.
Si bien en la Primera Revolución Industrial Inglaterra se convirtió en la primera potencia económica, durante la Segunda Revolución Industrial esta situación cambió radicalmente con la emergencia de nuevas potencias: Alemania, que a partir de su unificación tuvo un destacado desarrollo económico e industrial, Estados Unidos y Japón. Por otra parte, Japón, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, comenzó un proceso de modernización. La restauración Meiji emprendió una serie de reformas que tenían como propósito romper el aislamiento en que había permanecido el país y eliminar los obstáculos al crecimiento económico impuestos por el régimen de gobierno antecesor, tomando como modelos de referencia a los países occidentales, principalmente Estados Unidos, que habían ingresado en su territorio. De esta manera, el gobierno Meiji promovió la creación de fuentes para la industria pesada con tecnología importada desde Europa y la expansión del poderío militar. Para principios del siglo XX, Japón había logrado consolidar un importante crecimiento industrial y despuntado como potencia económica.[8]
Los principales factores del establecimiento de nuevas potencias:
Alemania
Estados Unidos
El proceso demográfico de Estados Unidos tuvo tres rasgos esenciales que lo caracterizaron. En cuanto a la población, este país no superaba los cuatro millones de habitantes en el primer período; sin embargo la misma se fue duplicando cada 23 años hasta que en vísperas de la Guerra de Secesión logró alcanzar los 32 millones. No obstante, en el último tercio del siglo XIX se evidenció un relativo descenso en dicho crecimiento.
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